EL ATENTADO

Ayer se cumplieron 6 meses del atentado de Barcelona. Como pequeño homenaje, os traigo dos textos, escritos en momentos distintos y por motivos distintos. Uno es ficción y el otro no. No tienen CASI nada que ver el uno con el otro. Pero casualidades de la vida (o no), hoy son uno solo, y conviven e interactúan CASI sin yo quererlo. 

Atardece en la jungla (Plaza Lesseps)

Son las siete de la tarde. El whatsapp echa humo. Los teléfonos echan humo: “¿Estáis bien?”, “Si, estamos bien”. El tipo del 3/24 no para de hablar, aportando nueva información si la hay, y si no llenando los espacios con una elegante verborrea. Nadie pierde el tiempo. No se desconecte, seguimos informando. Me llegan vídeos por el móvil de escenas de guerra. Cadáveres tirados por aquí y por allí, una señora llorando... Pero esta vez no es Siria, son las Ramblas. Son las siete de la tarde del 17 de agosto de 2017, y Barcelona acaba de sufrir su primer atentado internacional. Nos hemos hecho mayores.

Me encierro en mi casa (como recomiendan en la tele), y el clima de hipercomunicación me molesta bastante. Todos quieren saber, informar, opinar, juzgar, condenar y desengrasar en 150 caracteres. No pierda el tiempo estando triste o reflexionando... ¡Infórmese!. No dejan de oírse sirenas bajar por mi calle dirección al centro de la ciudad. Y yo me encierro en mi habitación escuchando “Elevator” de Box Car Racer (¿os suena eso del 11 de septiembre?), pensando que un día u otro tenía que pasar lo que ha pasado. Aquí también, claro que sí. La mitad del mundo occidental está paseando sus smartphones, sus quemaduras de 1º grado y su despreocupada opulencia por Las Ramblas de Barcelona en agosto. Era un objetivo demasiado suculento para dejarlo pasar.

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Yo estaba allí cuando sucedió todo. Linea 3 del metro, dirección Plaça Catalunya. Aquel hombre entró como cualquier otro pasajero. Chaqueta larga, cara pesarosa. Un pasajero gris más. Pero discretamente sacó nadie sabe de dónde aquel arma hecha de madera. Se colocó un pañuelo en la mejilla, la apoyó en el hombro, y desató toda su furia. Empezó a disparar rachas de corcheras y semicorcheras, fusas y semifusas tan furiosas que la gente no sabía que estaba pasando. No había lugar en el que esconderse, todos estábamos a su merced... porque nos disparaba a todos, pero no indiscriminadamente. Aquellas balas de belleza tenían todas nuestros nombres y apellidos, eran certeras y bien dirigidas. Todas tenían un mensaje concreto y un cometido. Yo no me sentí una víctima casual de la fatalidad, si no que estaba allí porque me lo merecía. Nos lo merecíamos.

Aquel terrorista musical había venido a entregar un mensaje de justicia y venganza a la vez. Estaba enfadado mientras tocaba, enfadado con el mundo. Afilaba su violín con el arco como quien prepara la espada para una batalla en la que no puede quedar ninguna cabeza sobre ningún hombro. Ni la suya propia, puesto que el también se estaba inmolando allí... abriendo en canal sus entrañas y desparramándolas por el suelo del vagón. A algún pudoroso quizá le escandalizaría que la sangre roja de su alma vaciada le salpicara su cara gris y monótona ¡Tanto mejor!

El violinista tocaba tan bien que se ganó la atención de todo el metro, y cuando acabó la masacre, nosotros, las víctimas para siempre malheridas, arrancamos a aplaudir. Pero Él seguía con su rostro serio y enfadado. Indignado ante nuestra estupidez y enfadado con el mundo en el que vivíamos. No parecía contento con aquellos aplausos. Nosotros éramos culpables de todo aquello, claro que sí. Cómplices del verdadero acto terrorista.... El haber permitido y alentado que el mundo se hubiera convertido en aquel metro, aquel aire viciado, aquella luz de fluorescente, aquella vida de infelicidad, aquella muerte....Todo, todo aquello era el motivo del ataque. Quizá por eso aplaudíamos. Porque en el fondo sabíamos que todo era cierto en aquella melodía tan rabiosa, sin haber pronunciado ni una palabra. Aquel maldito hijodeputa guardó su arma y se marchó, dejándonos allí dentro destrozados, y recordándonos que el mundo seguía siendo un lugar demasiado feo... Los aplausos no eran suficiente. Nunca serían suficiente. Hasta que el vagón entero, hasta que la ciudad, el mundo al completo no se detuviera para escuchar la puta música que estaba allí mismo, ante nuestras narices, y siempre nos negábamos a disfrutar.... Hasta que la música fuera nuestra melodía, y no la nota discordante de una vida lllena de ruidos y silencios.


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